En la antigua Grecia y Roma, los muertos eran enterrados con una moneda bajo la lengua. Era el óbolo para Caronte, el barquero del inframundo, quien cobraba por cruzar las almas al más allá. Sin ese pago, se decía, el difunto vagaría cien años por la orilla del río de los muertos.
Con la llegada del cristianismo, aquella práctica pagana fue desapareciendo... o casi. En Extremadura, el eco de esa antigua costumbre siguió resonando durante siglos.
El antropólogo extremeño José Mª Domínguez Moreno cuenta que en el pueblo de Ahigal se mantuvo una curiosa versión de este rito: la moneda ya no era para Caronte, sino para engatusar a San Pedro. Sí, el guardián de las llaves del cielo. Una especie de “soborno celestial” para asegurarse de que el alma encontrara el camino correcto al más allá.
Un gesto pequeño, casi supersticioso, que une el mundo pagano con la fe cristiana… y que nos recuerda que, incluso frente a la muerte, el ser humano siempre ha buscado asegurarse un buen destino.