En el extremo más silencioso de la Calle Real de Ahigal, se levantaba una casa que el tiempo parecía haber olvidado. Allí vivía una anciana de rostro terso, mirada vivaz y una sonrisa que desentonaba con su edad. Nadie recordaba haberla visto joven, pero todos coincidían en que los años no la tocaban. Según ella, “el milagro” se debía al agua del pozo y al caldo de gallina que siempre decía beber. Sin embargo, los vecinos nunca la vieron acarrear un solo cubo de agua, ni tener corral alguno.
Mientras la anciana ganaba en lozanía, el hijo pequeño del vecino, que apenas superaba el año, se iba "encanijando" sin razón. El color abandonó sus mejillas, las noches se llenaban de llantos, en su cuerpito aparecían moratones y nadie entendía cómo se iba consumiendo poco a poco...