Por las carreteras del norte cacereño aún resuena el eco de un sonido que parecía condenado al silencio. Es el silbido agudo del afilador, ese aviso antiguo que anunciaba su llegada a los pueblos. Tras él, se escucha el ronroneo del generador, la chispa del esmeril, el murmullo del trabajo bien hecho.Es Simón, el último afilador ambulante que sigue recorriendo la provincia con su pequeña furgoneta convertida en taller.
Natural de la provincia de Ciudad Real, la vida le llevó hasta Plasencia hace más de dos décadas. Allí echó raíces tras casarse con una extremeña y desde entonces recorre, cada mes las comarcas del Valle del Alagón, La Vera, el Ambroz y el norte de Coria, llevando filo y vida nueva a cuchillos, tijeras y herramientas de todo tipo.1.50€ el cuchillo pequeño, 2.50 los más grandes.
“No me falta faena, la verdad. No saco un gran sueldo pero para vivir me da”, dice con humildad mientras su piedra gira y las chispas saltan en el aire. Lleva 26 años dedicándose al oficio, un trabajo que pocos recuerdan ya y menos aún ejercen. En cada parada, en cada pueblo, lo esperan sus clientes de siempre —amas de casa, carniceros, peluqueras, cocineros— que confían en sus manos expertas para devolver el corte preciso a sus herramientas de trabajo. En dos años, no tendrá relevo.
Simón prefiere no hablar de romanticismo ni de nostalgia, aunque sabe que su oficio tiene algo de ambas cosas.
En un mundo en el que todo parece desechable, Simón representa la otra cara: la de quien repara, la de quien mantiene vivas las cosas. Cada chispazo de su esmeril es también un destello de resistencia, un recuerdo de lo que fuimos y de lo que todavía somos en los pueblos de Extremadura.