En los campos abiertos, entre manchas de rastrojo y paja seca, la liebre encamada confía en su capacidad para pasar desapercibida. Su estrategia ancestral consiste en permanecer inmóvil, mimetizada con el terreno, para evitar a sus principales depredadores naturales, como las rapaces y el zorro, cuya presión puede afectar notablemente a la población de este apreciado animal cinegético. Ese silencio del campo, solo roto por el viento, es la clave de su supervivencia.
Cuando se trata de ejemplares jóvenes, la situación requiere aún más sensibilidad por parte del cazador y del gestor del monte. Estas liebres, sin la resistencia ni la experiencia de las adultas, merecen un trato especial: no se las levanta ni se sueltan los galgos sobre ellas, permitiéndoles crecer, fortalecerse y llegar a la edad en la que podrán enfrentarse con garantías a las exigencias del medio. Es un acto de responsabilidad que asegura la continuidad de la especie y el equilibrio del corredero.
Gracias a esta gestión respetuosa, los terrenos mantienen una densidad saludable de liebres, suficientes para afrontar pruebas y campeonatos sin comprometer la estabilidad de la población. Cada nueva liebre que se encuentra, especialmente si es joven, se respeta y se deja seguir su camino, porque ese cuidado es la base para que el campo siga vivo y para que la caza de la liebre —tan arraigada y tradicional— pueda continuar desarrollándose de manera sostenible y ética.