En lo alto del puerto de Honduras, un rodal de abedules, amarillo o verde según se asomen otoño o primavera, compone una pintura de formas con identidad, del mismo modo que el momento de luz recuerda los rasgos de un lienzo impresionista. Su arboleda dorada brota en el puerto que comunica dos grandes valles, el Ambroz y el Jerte, aguardando en su cima el panorama sereno del macizo de Gredos. El frío va veloz por delante marcando el paso al día, salvo cuando el sol aprieta en el fuerte estío. Una garganta de agua fresca que hay que cuidar de oficio junto al caudal de la vegetación. Supervivientes de la llamada Edad de Hielo, la aventura del abedul en este paraje es una historia de riesgos. El árbol ha sido poderoso siempre en estas montañas. Pero también es frágil.
Correr es un acto poético, y aún más cuando se toman árboles, aguas, piedras y nubes como testigos de una completa integración. Hay algo distinto en cada carrera por montaña. Si la prueba cae en abril y recorre la Reserva Natural de la Garganta de los Infiernos sucede además un pequeño milagro que complica y complace a corredores y organizadores. Esta no será una crónica de triunfos sino de esfuerzos, porque no permite esta competición ninguna decepción. 26 kilómetros con un desnivel acumulado positivo de 1500 metros. Se diría que el mundo entero estuviese hecho para la partida que se está jugando jugando allá arriba, en el estupor del dolor, de la belleza, del estallido del cuerpo; de volar, trotar, parar, seguir, acelerar, sufrir y gozar en plena naturaleza. Músculo, aire, tendones, cerebro… Es la gloria de Jerte.
Desde el s. XVIII y de la mano de Linneo, se emprendió la tarea gigante de describir y catalogar el reino vegetal. También en España. El Real Jardín Botánico recibía dibujos, semillas, frutos, leñas, plantas vivas y pliegos de herbario, que fueron acrecentando sus colecciones científicas. Entre esos investigadores destacaron dos boticarios rurales extremeños, los Fernández Villalobos, padre e hijo, cuyos manuscritos permanecieron inéditos hasta que, ya en nuestro siglo, una minuciosa investigación logró recuperarlos. Y se convirtió en una de las ediciones facsímiles más atractivas e interesantes en la actualidad, de la mano de la Fundación Ortega Muñoz, el MEIAC y el Dr. Cecilio Venegas.
“Si no pones un pie en el aire, nunca podrás andar sobre la tierra”. La cita se atribuye al siciliano Arquímedes, empeñado en mover el mundo. Tanta civilización después, en un lugar de la comarca de la Vera avanza un sueño sólido que funde los sonidos de cercanas montañas y llanos de interior con lejanas voces del mar, hasta no distinguirse. Milo ke mandarini, “Manzana y Mandarina”, nacidos en un par de pueblos toledanos unidos por una vereda, la mañana de sus vidas les transportó al Mediterráneo oriental, y con esa palanca han levantado un cancionero cuya escucha evoca rastros del agua, tierra, fuego, aire y vacío originarios. Un punto de apoyo para restaurar la autenticidad de la labor y el ensueño. Mediante la dignidad de los instrumentos intentan reconducir los colores de la música a su estado natural de mescolanza, como el dispar y siempre extraordinario metálico verdor de los olivos.
Además del acueducto y el alcantarillado, las carreteras, los días de la semana, el hormigón, las leyes escritas, nuestro alfabeto o las lenguas derivadas del latín… los romanos trajeron consigo los baños públicos, cuya idea, como tantas otras, habían tomado previamente de Egipto y Grecia. La invención de un sistema de calefacción que permitiese caldear estancias y piscinas cambiaría el destino de los baños: la simple ablución se transformó en una costumbre placentera. Unos 1500 años después de caer su Imperio, ciudades y villas rústicas aún albergan vestigios, incluso en uso, de las termas, los balneae o los balneum romanos. Tanto donde elegir que, acompañados de un cicerone que los ha investigado y compilado, solo podemos escoger algunas muestras de un extenso inventario por Extremadura.
En este lugar la apariencia no engaña: una dualidad de cualidades distintas es el sello de los objetos y su fábrica. Al tiempo creativa y técnica, agrupa lo funcional y lo artístico, fusiona la tradición manual con el recurso informático, la práctica con la teoría, la materia con la esencia, las entretelas del pueblo con la seducción de la urbe. La sierra dentada de cortar y la serrezuela de respirar. Juan Martín Acevedo Sánchez trabaja la madera en Torremayor, donde se crió con las inquietudes del niño imaginativo… Después estudió en Donosti, donde afinaría esa curiosidad. Una manera de vivir con luces y sombras, pero elegida, en la que no se prescinde ni de deseos ni de experiencias, ni de la función del objeto. Ni mucho menos del placer de construirlo.
Esta historia tiene un principio sorprendente: arranca con una carta enviada de Badajoz a Budapest. Su remitente, la Fundación Ortega Muñoz, invitaba al novelista húngaro László Krasznahorkai a conocer nuestra comunidad y crear un relato a partir de su impresión sobre ella. Terminó creando un libro sobre un símbolo mítico: la extinción de los lobos en Extremadura. Y lo hizo mediante el ingenio de descifrar sus huellas en el corazón del compañero adecuado: el agente forestal Antonio Gutiérrez, un personaje sin ficción que, para redondear los azares, también gustaba y gusta de escribir. Una historia de finales tristes para nuestra última pareja de lobos pero desde la que emerge, detrás del agente del medio natural, un escritor y su alter ego: Oakgreen, el roble verde.
Extremadura cuenta, oficialmente, con 7.239 kilómetros de vías pecuarias. Este relato no cuenta casi nada nuevo, casi nada que no se sepa, casi nada de lo que, a cada paso, no se hable, no se piense o no se calle. Lo interesante puede ser la autoridad de quien lo cuenta, la personalidad infatigable de uno de los mayores expertos en vías pecuarias a nivel internacional. Su nombre es Santiago Bayón y su tarea, desde un primer y azaroso encuentro profesional con estos bienes de dominio público, ha sido y sigue siendo recorrer y recopilar datos sobre cañadas, cordeles, veredas, cabañeras, carrerades, cordones, cuerdas, galianas o cabañiles. Nombres todos para los caminos de la trashumancia, según su tamaño y los diferentes territorios que atraviesan.
