Llego tarde, como el conejo de Alicia, pero llego. Recuerdo a Eusebio Poncela diciéndome: "¡Pero tú eres una gamberra!", a José Vicente Moirón ondeando la capa por entre la valva regia, a contraluz, en una de las imágenes más bellas que habré visto jamás en ese teatro romano; a Juan Antonio Lumbreras intentando explicarse sentado en una mesa (ah, las mesas: esas mesas de tragedias familiares), a Ernesto Alterio en el centro. Recuerdo los pies torcidos y la esfinge eterna de O Chapitô, que no fue en el teatro romano, pero qué más da.
Edipo, siempre. Edipo rey o Edipo en Colono. Edipo exiliado. Edipo salvando a Tebas. Dos veces.
Y perdiéndose él en el camino.
La historia la conocemos bien en Mérida: Edipo, el de los pies hinchados, que se cree hijo de Pólibo, mata a Layo, que es su padre y que fue clave en la fundación de la mítica ciudad al norte de la cordillera de Citelón (hoy Elatiás) -y qué importantes los senderos de la cordillera- y se casa con su madre, Yocasta (Mina el Hammani), después de derrotar a la esfinge resolviendo acertijos. Es la primera desgracia que se cierne sobre la ciudad. La segunda ("el verdor ha abandonado la campiña y nos ataca otra vez la enfermedad") solo puede acabar averiguando la respuesta de otro enigma: quién es el asesino de su padre.
Yocasta lo sabe antes. No hay solución posible para su hijo y para su amor, para su amante, para su marido, para el padre de sus hijos, que son también hermanos. ¿Les suenan los nombres? Eteocles, Polinices, Antígona, Ismene.
Edipo es la historia de un descubrimiento, o de varios. Pero, sobre todo, es la historia de un rey que, cuando descubre quién es (y quiere descubrirlo hasta el final) asume todas las consecuencias y salva a su comunidad en lugar de salvarse a sí mismo. Es la historia de una vida rota en medio de un sacrificio; la historia de una verdad que solo puede traer muerte y ante la que no queda más salida que la ceguera (porque, si uno mira al sol el tiempo suficiente, se queda ciego) y morir en soledad.
No creo que haya narración más triste que la de este hombre que un día fue rey.
Luis Luque ha dirigido aquí (aquí es Mérida, siempre) 'Alejandro Magno', 'Fedra' y, ahora, 'Edipo': las dos últimas escritas por Paco Bezerra, con quien ha colaborado en muchas otras obras. No es un personaje fácil, éste. Hay demasiado estupor, demasiado dolor, una caída demasiado alta, un incesto, un asco cultural y una comprensión también, a pesar del horror, porque quién puede no comprender a este hombre (al final los reyes también son hombres) y no desear que las cosas hubieran sido distintas.
Ha contado (otra vez) con la luz de Juan Gómez Cornejo (qué vamos a decir de cómo ilumina este señor) y la escenografía de Monica Boromello (que siempre nos sorprende, desde que convirtiera parte de la scaena del teatro en el río Hidaspes) y Asier Tartás Landera ha sido el maestro de máscaras, porque hay máscaras aquí, hay un pueblo, hay un coro que explica y un oráculo (Jiaying Li) y es un reparto multirracial y diverso (algo se mueve en el teatro español -varios de ellos han formado parte de La Joven Compañía- y ya era hora, porque amamos la diversidad). Alejo Sauras será el Edipo que sueña y se despierta, quien tiene que averiguar quién es y quien ha de quedarse ciego cuando sepa la verdad, la única verdad.
Ah, la anagnórisis.
Al final, a uno no le queda más que caminar a través de las llamas.