"Es como si te arrancaran las entrañas, como si te estuvieran clavando cuchillos continuamente dentro. Si esta enfermedad la sufrieran los hombres se hablaría y se investigaría más". Lo dijo Sharon Stone, cuando verbalizó que padecía endometriosis, que, para entendernos, significa para la mujer, sufrir dolores incapacitantes contra los que solo existen analgésicos o una intervención quirúrgica. Si no te operan, raramente te diagnostican que sufres una bestialidad así. Es a través de una laparoscopia cuando pueden verlo.
De lo contrario, todo son intuiciones por los síntomas que se presentan y lo máximo que te dice un ginecólogo es que "todo apunta a". Cuando llega este diagnóstico de "a lo mejor", quedan dos opciones: o morirse de dolor y empastillarse o someterse a la prueba y ver si te pueden quitar ese sufrimiento.
Dos de mis mejores amigas la sufren y a las dos las he visto desgarrarse. A una, empapándose en sudor, creyendo que se moría (lo pensaba ella y lo pensaba yo) y a la otra, sin poder levantarse de la cama o del sofá. Una se hizo la prueba; la otra sigue pensando que la padece y la sufre más o menos en silencio acompañada de grandes dosis de paracetamol, citas canceladas y mucha resignación.
Ocho años de media tarda en diagnosticare una endometriosis. La sufren 1 de cada 10 mujeres, que multiplicado por los que saben de matemáticas, significan 176 millones de mujeres en todo el mundo. ¿Cómo puede ser que médicamente se tarde tanto en verlo si se sufre tan a menudo? ¿Es acaso tan difícil detectarla? ¿Por qué las mujeres la soportan en silencio? ¿Hay una brecha de género en la salud trazada por la medicina y las propias pacientes? ¿Puede ser que el patriarcado esté detrás de todo esto? Pues un poco sí.
Úteros andantes y sangre desigual
Empecemos por el desconocimiento del cuerpo de la mujer. Ya hemos hablado en Mitomachismos de que en la Antigua Grecia se creía que clítoris, vagina y útero eran esencialmente lo mismo y que este último, incluso se visualizaba en el imaginario como un animal que vagaba por el cuerpo de la mujer, cabreado, por no ser usado para tener hijos, haciendo sufrir de histeria a la mujer. O de endometriosis. Para la primera patología el remedio era la masturbación médica o por parte del cónyuge, pero para la segunda, nada de frotar: había que colgar boca abajo a la mujer para ver si el útero se colocaba en su sitio. También podía optarse por meter dentro del cuerpo de la paciente una sanguijuela o prescribirle jarabes a base de aceite y orina masculina. En Roma, Hipócrates, prefería que se aplicara sobre el vientre de la mujer vino tinto joven, especias y harina, todo cocido antes en vino blanco perfumado. Todo un detalle por parte del considerado, atención, padre de la medicina moderna.
Había que colgar boca abajo a la mujer para ver si el útero se colocaba en su sitio
¡Estos romanos…! Que no conocían el cuerpo de sus mujeres es un hecho. Y se ha justificado durante años porque, al no ser ellas soldados ni combatir en el frente de batalla, ni resultar heridas de muerte, no necesitaban la atención médica. Y no brindaban, por tanto, al género masculino, la oportunidad de conocer y estudiar sus cuerpos por dentro. Qué desconsideradas. ¡Como si las espadas no se sintieran por dentro y el desangrarse con la menstruación doliera menos que la herida de una lanza! ¡Como si no fuese sangrante el tener que levantarse de la cama sin quejarse porque “¿qué te esperabas, bonita? Esto es ser mujer, no te lamentes, es normal”. ¡Como si en aquella época no estuviera mal visto la infertilidad que provoca la endometriosis! Pero espera… ¿solo pasaba en aquella época?
Otro de los remedios contra los dolores menstruales era beber jarabe de orina masculina
Como a los soldados no se les permitía llorar, a las mujeres, no se les permitía quejarse. Y, o te colgabas boca abajo o te bebías el jarabe de orina masculina. De acuerdo que los analgésicos de nuestro siglo son menos desagradables que los de Aristóteles o Hipócrates, pero el resultado es el mismo: o te drogas y calmas al animal que se revuelve dentro de ti, o te vas a la prueba médica después de ocho años de dolor y asumes que estás enferma y que probablemente, no serás madre en tu vida, si algún deseo albergabas. No dan muchas ganas de quejarse, la verdad. Si ellos no lloran, tú te tragas tu dolor físico, emocional y todo lo que te venga encima.
Sangre de bruja y tampones a escondidas
Y si tienes la regla, mejor que no lo sepa nadie. Es algo intrínseco en nuestra mente o en nuestro pudor, desde la época de esos primerísimos médicos. En sus teorías sobre la menstruación, consideraban que la sangre de la mujer era una herramienta del cuerpo para eliminar desechos e igualarnos en temperatura al hombre o bien una suerte de maleficio que esterilizaba los campos, agriaba el vino y empañaba los espejos (esto último lo pensaba Plinio el Viejo).
En Roma, llegó a prohibirse que las mujeres que estaban menstruando entraran en sitios públicos. ¿Que por qué pedimos a nuestra compañera un tampón como si estuviéramos robando un banco? ¿Que por qué si, de repente, mientras me tomo un café con un hombre, me da un pinchazo que me hace saltar de la silla, espero que por favor no se haya dado cuenta o que no piense que estoy loca? ¿Que por qué cuando me vino la regla le pedí a mi madre que no se lo dijera a mi padre, por lo que más quisiera en el mundo?
Pues por lo mismo que no hemos sabido hasta ahora que las mujeres tenemos síntomas diferentes al hombre si nos da un infarto. Porque el cuerpo de la mujer no se ha estudiado y ha provocado miedo en vez de interés real. Los porqués a este sesgo en la medicina tienen nombre patriarcal y de brecha milenaria. Y es, a todas luces, una brecha que también nos mata.
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