Hasta bien entrado el siglo XX, la labor de enterrador fue mayoritariamente masculina. No tanto por ley como por costumbre, se consideraba impropio y físicamente inadecuado que una mujer cavara tumbas o manipulara cadáveres. Sin embargo, hubo excepciones, sobre todo durante períodos de guerra, hambruna o epidemias, cuando la necesidad rompía los moldes sociales. Estas mujeres quedaban registradas en los libros parroquiales o municipales como ayudantas o encargadas del camposanto, roles que muchas veces pasaban desapercibidos para la historia.
Un ejemplo conmovedor es la sepulturera de Ribera del Fresno, una mujer que probablemente murió sola, pero no olvidada. Su figura ha sido rescatada años después por Juan Francisco Llano, quien ha reconstruido la memoria de quienes ejercieron este oficio en silencio y con entrega. Esta historia refleja cómo la marginalidad de un oficio, atribuida al género y a la superstición, ha ido transformándose hacia un reconocimiento de su valor social.
El eco literario de la sepulturera
El poema “La hija del sepulturero” de Gabriel y Galán ofrece un retrato literario paralelo: una niña, hija del enterrador, marginada por la sociedad, pero cuya inocencia y entrega encuentran reconocimiento más allá de la vida. La obra del poeta extremeño no solo refleja la dureza de la vida rural, sino también cómo la sociedad despreciaba antaño a quienes se vinculan con la muerte, un tabú que, en el caso de las mujeres, se carga además con el género.